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La ética en una pandemia y el destino de nuestras virtudes

La ética en una pandemia y el destino de nuestras virtudes

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Víctor Eligio Espinosa Galán, profesor Licenciatura en Ciencias Sociales. Universidad de Cundinamarca, Director del Instituto Nacional de Investigación e Innovación Social.

A comienzo de diciembre del 2019 en la ciudad de Wuhan (China) se identificó por primera una nueva neumonía por coronavirus denominada COVID-19, rápidamente se expandió por toda la China; a la fecha de hoy –28 de marzo de 2020–: van más de 615.000 casos, más de 27.000 muertos, incluso, ha llegado a 188 países y en Colombia crece a pasos agigantados. Esta pandemia tiene encerrado al mundo entero debido a su capacidad de transmisión de humano a humanos, a la facilidad de contagio y al tiempo de duración del virus en el ambiente; este es un contexto inédito para la historia reciente de la humanidad sólo comparable con otras epidemias, como: La peste negra en Europa (1320), La viruela en América (1520), La peste en Francia (1720), El cólera (1820) y La gripa española (1920). Este panorama nos coloca ante enormes dilemas éticos en relación con valores económicos, políticos y científicos, que serán objeto de análisis en el presente escrito.

La economía de los buitres

El contexto de salud pública está poniendo en discusión las formas en las que en una sociedad se pueden afrontar las crisis y regular el mercado; también, la incidencia que tiene el Estado en la economía y en la regulación de la vida de sus ciudadanos. Por ejemplo, al inicio de los contagios en Colombia aparecían titulares de prensa como: “El afán de proveerse disparó los precios en plazas de abasto” (El Tiempo, 21 de marzo de 2020); esta situación —que al parecer es desconsiderada e inhumana con una sociedad en la que existen más de 9,6 millones de colombianos en pobreza y una clase media cada vez más pobre y endeudada con el sector financiero— no parece tener ninguna justificación moral y por esto, tal vez, nadie defendería a quien de manera abusiva eleve los precios.

La necesidad del aislamiento social y el confinamiento de las familias ha hecho que las ventas de víveres aumenten, en especial, en las tiendas de barrio, así, como en las grandes cadenas de almacenes; uno podría pensar: si el vecino que tiene una tienda aumenta unos centavos de pesos, no está tan mal; pero, que una cadena de almacenes de alimentos suba los precios es algo impensable. Por lo general, una crisis ocasiona que los precios de los productos acrecienten a causa de las dificultades en el transporte, de los riesgos a la salud de los empleados, entre muchas razones más; de ahí, la pregunta: ¿Hasta dónde podrá llegar la codicia de las personas?

Al respecto, el Gobierno estableció un plan de sanciones para locales comerciales que eleven excesivamente los precios que puede llevar hasta el cierre de los establecimientos, entre otras infracciones; puesto que, todos consideramos que la ley del mercado de oferta y demanda debe estar regulada por el precio justo, lo que para muchos economistas —como Thomas Sowell (citado por Sandel, M., 2011, p. 15)— es sólo una situación deseable pero sin sentido —desde el punto de vista económico— pues, los precios no son fijos y varían según las circunstancias del mercado. Esto sucede, incluso, en una situación tan lamentable como una pandemia pues, el valor se alteraría en la relación que los vendedores y compradores quisieran darle. Algunos defensores del libre mercado han llegado a afirmar: “No es abusivo cobrar tanto como el mercado pueda soportar” (Jeff Jacoboy, citado por Sandel, M., 2011, p. 40) pero, esto despierta ira en muchos de nosotros y es allí en donde el Estado no puede permanecer indiferente pues, del intercambio comercial justo dependen las vidas de las familias más pobres y vulnerables que sobreviven de la informalidad y cuyas provisiones son escasas.

En la otra orilla de este debate ético y económico están aquellos que defienden las leyes del control de precios que ayudarían a minimizar el sufrimiento de los más pobres en épocas de emergencia social pues, el mercado no es libre en sentido absoluto; a lo que podría señalar: “hasta dónde debe llegar la codicia en el corazón humano de algunos que pretender aprovecharse de quien están sufriendo” (Sandel, M., 2011, p. 16). Basar las relaciones del mercado respecto al precio justo en tiempos difíciles puede considerarse un argumento de justicia para aquellos a quienes sin una regulación hallarían en riesgo su supervivencia; así pues, las decisiones del precio justo son una virtud y lo contrario es codicia, un vicio que se comprende como una mala manera de obrar que no ayuda a que una sociedad, en épocas adversas, avance unida y cuyo costo moral es incalculable.

Una sociedad, medianamente decente, cultiva en sus ciudadanos el carácter necesario para evitar o minimizar el sufrimiento y, a la vez, para señalar qué virtudes son dignas de honores y cuáles comportamientos merecen repudio e indignación; pues, una idea de justicia tiene por base una reflexión sobre la manera más deseable de vivir.

¿Compartir la riqueza?

En épocas de catástrofes humanas somos sorprendidos por gestos de profunda generosidad por parte de quienes ostentan enormes fortunas, por ejemplo: Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook que donó 20 millones de dólares para el fondo de respuesta solidaria del COVID-19 y el Centro de Control de Enfermedades de EE.UU., con el fin de ayudar a las investigaciones que buscan una cura para controlar la enfermedad; asimismo, Rihanna [cantante, empresaria, modelo y diseñadora] aportó cinco millones de dólares para ayudar en esta pandemia; también, en Colombia los empresarios han brindado aportes, en medio de de esta  crisis financiera algunos han sostenido a sus empleados o han realizado donaciones de grandes cantidades a varios municipios.

Este tipo de iniciativas son esperadas, pero existe hasta la fecha una enorme polémica sobre el porqué el hombre más rico de Colombia y del conteniente no ha brindado ninguna ayuda y, por el contrario, ha invitado a los empleados de una de sus empresas [El Tiempo] a donar tres días de sus vacaciones; un empresario que tiene en Colombia y en Latinoamérica a más de 110 mil trabajadores. Esto actualiza el debate ético sobre si los ricos deben ayudar a los pobres o ser solidarios en épocas de calamidad; lo que, a simple vista y de manera inmediata, podríamos considerar lo más deseable pues, en general, quienes han construido fortunas con la mano de obra de miles de trabajadores deberían compartir su riqueza. Pero, el asunto no es tan sencillo como nuestro sentido común lo indica.

En una sociedad libre, las personas podrían elegir las virtudes humanas que quisieren desarrollar; esta idea se apoya en una teoría libertaria de la sociedad que rechaza las leyes que imponen impuestos, pensando en la redistribución de la riqueza como algo deseable. En referencia a ello, estamos de acuerdo y hasta alabamos que los más favorecidos de la sociedad ayuden a quienes requieren de mayor protección pues, esta es la base del Estado de bienestar; sin embargo, esta idea también ha sido cuestionando por algunos economistas (Hayek, F., 1992; Friedman, M. y Friedman R., 2006) que señalan que la redistribución va en contra de los principios de una sociedad libre y que, además, el Estado no puede imponer a los empresarios leyes que regulen la distribución de sus riquezas, ya que si estas se han forjado de buenas maneras —cumpliendo con las obligaciones fiscales y pagando lo justo a sus empleados— no habría porqué imponer una idea de justicia redistributiva (c.f., Nozick, R., 1974).

Es evidente que, para los más desfavorecidos de la sociedad su situación no es una elección: vivir en arriendo, ser vendedores ambulantes, trabajar por horas y realizar infinidad de trabajos poco remunerados sólo obedece a las desigualdades sociales que han surgido, en parte, debido a la concentración de la riqueza; en una sociedad decente, nadie erigiría vivir en las peores condiciones. Pero, si los ricos no quieren donar parte de su riqueza o que, por algún motivo, tampoco puedan disfrutarla —en el peor de los escenarios—: ¿Podemos entrar a sus almacenes, a sus tiendas de cadena y saquear los abarrotes de comida, electrodomésticos y ropa? —al mejor estilo de Robín Hood—; entonces, una gran mayoría justificaría el robar una bolsa de leche para calmar el hambre de un niño o de un anciano y, más en épocas adversas, pero ninguna de estas maneras de vivir permite construir virtudes humanas que armonicen la vida en sociedad pues, demasiada riqueza en manos de unos pocos desemboca en el distanciamiento de la brecha de la desigualdad social.

Elijamos quienes pueden vivir

El 7 de marzo del 2020 partió el crucero Zaandam, que llevaba a bordo a 1.829 personas [1.243 invitados y 586 tripulantes] y deambulaba sin rumbo definido por América del Sur debido a que muchos países le cerraron sus fronteras marítimas pues, al parecer, en él se encontraban personas con síntomas de gripa; no se podía saber a ciencia cierta si estos síntomas correspondían al Covid-19, ya que en el barco no había modo de hacer el test. Se espera a que el 30 de marzo arribe la Florida, en Estados Unidos; la mayoría de sus tripulantes fueron identificados como norteamericanos.

Frente a esta situación, en el caso hipotético que el barco no lograse encontrar un puerto para el arribo, pronto hubieran acabado sus víveres y hubiesen muerto casi dos mil personas; pero, si quienes presentaron los síntomas de gripa no fueran positivos de tener el virus, los países suramericanos habrían cometido una injusticia, en tanto que no se permitió que desembarcaran sobre una hipótesis no confirmada. Pero, si efectivamente estaban contagiados, se habría sacrificado un número considerable de vidas al no brindar la ayuda necesaria para personas sanas. Después de esta pandemia el mundo no será el mismo. No podemos construir una nueva humanidad sobre la inhumanidad, sobre la injusticia. 

En el pico más alto de esta pandemia en Italia se ‘dejan morir’ a los mayores de 80 años porque el sistema de salud colapsó; este país registra para el 28 de marzo del 2020 la cifra de 92.472 contagiados y más de 10 mil muertos, superando a China. Caso similar ocurre en España: médicos tienen que ‘dejar morir’ a los adultos mayores para otorgarle respiradores a los más jóvenes. De esta forma, la falta de implementos médicos ha desembocado en escoger una vida frente a otra.

Sumado al difícil e indeseable dilema moral de elegir quien vive y quien no, está el principio utilitarista de maximizar la felicidad para el mayor número de personas y evitar el dolor. En estos casos, la vida queda relegada a costos y beneficios sociales pues, en esta lógica de la crueldad necesaria, los beneficios deben superar a los costos; lo que se distancia de los postulados éticos kantianos, de tratar a los seres humanos como fines y no como simples medios.

En el dilema de ‘dejar morir’ a los ancianos se encuentra una noción de justicia utilitaria en la que “la moralidad de un acto depende sólo de sus consecuencias” (Sandel, M., 2011, p. 44), siempre y cuando estas generen menos daños y sean las menos dolorosas; aunque, en una situación como la que estamos viviendo no podemos decidir a ‘ciencia cierta’ qué es menos o más doloroso: si salvar la vida de un hombre o la de una mujer o, la de un anciano que produce menos utilidad y cuyo tiempo de vida y felicidad es más corto, entonces, se privilegia la vida de los más jóvenes aunque tienen mayor posibilidad de vivir. Si a ello le añadimos los beneficios que recaen en las finanzas del Estado la muerte de los ancianos, como: la liberación de sus pensiones y el ahorro de recursos de salud; pues, los ancianos son la población que más requiere de atención médica y cuenta con costosos tratamientos. Por lo tanto, lo problemático de una decisión moral y política basada en las consecuencias [costos / beneficios] es que olvida la existencia de deberes, derechos y principios de dignidad humana que son fundamentales e independientes de las circunstancias. Es inhumano —argumenta la mayoría— basar la vida humana en un valor monetario, pero en una situación como la que estamos viviendo: ¿Cómo logramos saber qué es y qué hace que algo sea fundamental?

La ética del distanciamiento social es una ética del cuidado del otro que pone a prueba nuestro principio de comunidad y autopreservación; es una ética del rostro del otro. En tiempos de crisis de salud global, el rostro no se conoce, sino que se revela y es frágil (Mauer, M., 2009, p. 260): “La piel del rostro es la que mantiene más desnuda, más desprotegida” (Lévinas, E., 2000, p. 71); es frente al rostro, en su mortalidad, en su vulnerabilidad física, que se echa por tierra –en épocas de pandemia– el principio ético de “no dejarás morir” si en tus manos está que la vida se pueda conservar. Pues, ante una devastación humana como la de nuestros días no resiste la obediencia a un código moral universal, sino que la toma de decisiones se hace sobre el reconocimiento de la condición vulnerable de nuestra especie. Ninguna moral sirve para intentar tranquilizar nuestra conciencia en situaciones en las que no quisiéramos estar, pero en las que, lamentablemente, estamos; y ser ético aquí no es otra cosa que, elegir el menor sufrimiento y saber que no somos tan buenos como quisiéramos serlo.

¿Qué podemos aprender de esta experiencia?

En plena época del desarrollo científico-técnico, la hiperconexión, el fortalecimiento de la economía del mercado, el liberalismo político, el mundo se encontró frente a su fragilidad. La epidemia tocó el corazón de la economía global (el capitalismo). Lo que hace unos días parecía sólido ha entrado en declive: el sector financiero, que parecía imparable y, que ahora el Estado tuvo que salir a su rescate ¿no ahorraron lo suficiente? Si en Colombia los bancos y demás entidades financieras en los 5 primeros meses de 2019 habían reportado ganancias del orden de los 9 billones de pesos, según la Superintendencia Financiera. Y ahora necesitan del Estado, para medianamente sostener políticas de alivio para sus clientes y poder apoyar la crisis con créditos.

El virus no discrimina si somos ricos o pobres. A todos nos envía al confinamiento. Pero no todos vivimos el encierro de la misma manera. Pues los pobres, tienen que encerrarse en sus casas en arriendo, con la hipoteca vencida, en la casa de un familiar, en esos espacios pequeños, donde es un privilegio que llegue el internet y, en muchos casos los servicios están cortados. Porque no es lo mismo encerrarse en con la cocina llena para varios días, que un encierro con pocas provisiones. En esto radica la injusticia del encierro, pues el encierro con hambre fractura las relaciones familiares.

Pero ¿Qué podemos aprender de esta devastadora experiencia? 1) que el neoliberalismo sacrificó los sistemas de salud en casi todos los países. Que la salud en manos de los privados causa más muertes que las enfermedades mismas. Se requiere democratizar el acceso a la salud y el Estado debe garantizar este derecho; 2) que el mundo es más frágil de lo que podríamos pensar y que no somos eternos. Pues un virus como COVID-19 evidencia que no existen vidas humanas, mercados y economía global que lo puedan soportar. Así como ataca el centro de la vida (la capacidad de respirar) ataca de igual forma el centro mismo de la economía de mercado que hasta hoy se consideraba la garantía del orden social y del desarrollo de la vida humana en todas sus dimensiones; 3) que en al aldea global todos somos vulnerables, que solo mediante la cooperación, el intercambio de información y de datos,  de estrategias globales y la solidaridad entre Estados es como se podrá contrarrestar los efectos de esta pandemia para que sea lo menos devastadora posible; 4) que la vida en comunidad depende de que tanto queremos cuidar los unos de los otros y  que el principio de toda moralidad radica en el bienestar colectivo. Pues no hay existencia individual sino destino común;  5) que una práctica, tan simple e importante de sanidad, como lavarse las manos con jabón , puede salvar nuestra vida y la de muchos más; 6) que los nacionalismo, al mejor estilo de los Estados modernos, siempre están presente cuando de cerrar  las fronteras se trata; 7) que es evidente que nos cuesta cuidarnos y por ello pedimos a gritos al Estado que nos encierre, que no nos deje salir, que restringen —para evitar los contagios— nuestras libertades. Cosa que puede salvar nuestra vida; 8) que los Estados deben basar sus decisiones en las evidencias científicas y los ciudadanos depositar en la ciencia su confianza para preservar nuestra salud y como antídoto contra los autoritarismos y los populismos de izquierda o de derecha. Muestra de ello es la cantidad de aplausos que desde los balcones millones de ciudadanos en todo el mundo ofrecían todas noches al personal de salud; 9) que el sistema de educación superior estatal colombiano no solo está desfinanciado, sino que tiene un enorme atraso frente a la educación virtual y a distancia. Y que en la época de la interconexión no todos los estudiantes tienen acceso a internet y que muchos carecen de computador propio. 

Podemos salir de esta enfermedad, como si nada hubiera pasado, cosa que no es posible y con una cantidad de conocimientos sobre lo que los Estado y la sociedad en general debe priorizar. Sería una afrenta a nuestras mejores virtudes que la muerte de tantos seres humanos no nos brindara las lecciones y aprendizajes para vivir de otra manera. Porque el mundo, tal y como lo conocemos, no será igual. Nos enseñó —de la peor manera— que no existe desarrollo económico sin las personas, quienes se llevaron el trabajo a la casa, convirtieron su habitación, estudio o sala en su oficina. Y hoy desde sus casas —en la intimidad de la familia— hacen que muchas empresas se mantengan a flote en medio de la crisis. Ello es evidencia que se requieren grandes cambios en las relaciones laborales y que el modo consumo capitalista —base de la sociedad contemporánea— está acabando con la vida sana en el planeta. Finalmente —y con el optimismo de una respuesta esperanzadora quedan las preguntas ¿Cómo será nuestra vida cuando todo esto pase? ¿Hacía dónde se orientarán nuestra prioridades políticas, educativas, científicas y económicas? ¿Qué necesitamos para construir un orden global sobre los principios de una ética y una política del cuidado? 

 

Referencias bibliográficas

Espinosa, V. (2019). Enseñar ética 11. Problemas de la ética aplicada. Bogotá: Instituto Nacional de Investigación e Innovación Social.

El Tiempo. (21 de marzo del 2020). El afán de proveerse disparó los precios en plazas de abasto. Periódico El Tiempo. Recuperado de https://www.eltiempo.com/economia/sectores/coronavirus-en-colombia-aumentan-precios-de-alimentos-por-demanda-de-compra-475732

Friedman, M. y Friedman, R. (2006). Libertad de elegir. Madrid, España: Ed. Grijalbo.

Hayek, F. (1992). La fatal arrogancia. Los errores del socialismo. Madrid, España: Unión Editorial.

Lévinas, E. (2000). Ética e infinito. Traducción de Jesús María Ayuso Díez. Madrid, España: Machado Libros.

Mauer, M. (2009). Entre lo griego y lo judío. Una relectura de la obra levinasiana. Revista de Filosofía y Teoría Política No. 40, p.p. 91 – 114. Recuperado de http://www.fuentesmemoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.3909/pr.3909.pdf

Nozick, R. (1974). Anarquía, Estado y Utopía. Madrid, España: Innisfree.

Sandel, M. (2011). Justicia: ¿Hacemos lo que debemos? Madrid, España: Nuevas Ediciones de Bolsillo.

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