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Región Metropolitana: ¿amenaza a la autonomía territorial?
La Región Metropolitana Bogotá-Cundinamarca, aunque optimiza logística, centraliza poder y reduce autonomía municipal vendría a ser: ¿Cooperación o dependencia?
Por: Cristian Abad Restrepo – Politólogo, Magister en Hábitat y Estudios del Territorio Doctor en Geografía.
Las jerarquías urbanas en Colombia obedecen a diferentes procesos histórico-espaciales, cuya cúspide son los grandes aglomerados urbanos. La colonización, la industrialización urbana, el conflicto armado, el desplazamiento forzado, la explosión demográfica al interior de la ciudad, la migración voluntaria y económica y, por supuesto, la relación funcional-locacional de las decisiones económicas y políticas han sido factores determinantes para que los centros urbanos sean fundamentales en la configuración de la vida nacional. Por supuesto, lo anterior corresponde a una tendencia global.
A la postre, se ha producido un espacio desigual y un desequilibrio urbano en Colombia, donde cuatro centros urbanos metropolitanos de incidencia nacional y regional —a saber, Bogotá, Medellín, Cali y Barranquilla— son los que deciden los destinos nacionales. Por supuesto, se destacan otras ciudades a nivel subregional, como Cartagena, Santa Marta, Pasto, Neiva y Bucaramanga, entre otras.
Debajo de los centros metropolitanos mencionados, se encuentran las ciudades de apoyo ubicadas en sus alrededores. En el caso de Bogotá, sobresalen Soacha, Fusagasugá, Chía, Zipaquirá, Madrid, Funza, Mosquera, entre otras. Es decir, estas ciudades de apoyo o satélites brindan determinados servicios al gran centro urbano, que requiere materia, energía y desconcentración de la inversión de los diferentes sectores económicos para ampliar sus dominios. Cabe destacar que se conoce como Región Metropolitana Bogotá-Cundinamarca a un esquema de asociatividad entre Bogotá, Cundinamarca y sus municipios con el fin de crear proyectos estratégicos y mejorar la calidad de vida de sus habitantes
Ahora bien, para garantizar el agua y los alimentos de los 7.412.566 habitantes de Bogotá (DANE, 2018), se requiere la “captura espacial” de múltiples territorios mediante figuras administrativas especiales que determinen el horizonte del ordenamiento y la ocupación de los territorios de diferentes municipios. Un ejemplo de ello es la expansión del acueducto de Bogotá hacia los municipios vecinos. Es en este contexto donde la figura jurídica de la Región Metropolitana Bogotá-Cundinamarca cobra relevancia para responder a tal desafío.
Garantizar el alimento a todos los habitantes, mínimamente tres veces al día; disponer de agua para el baño diario de millones de personas; y buscar dónde colocar sus desechos, implica tener una mirada regional y logística que permita gestionar estos macroprocesos urbanos de forma eficiente.
Por otro lado, contar con una región metropolitana resulta fundamental para incursionar en el fenómeno de las “ciudades globales”, que sostienen las nuevas estructuras socioeconómicas dominantes del orden mundial (Sassen, 1999). Cabe destacar que, en este escenario de globalización urbana, muchas de estas ciudades y regiones metropolitanas tienen mayor capacidad de control y poder decisorio sobre los recursos naturales, la fuerza de trabajo y los mecanismos impositivos que los propios gobiernos centrales; incluso, están por encima de ellos.
Ahora bien, ante esta realidad que parece inevitable, tampoco puede desconocerse que la expansión de este fenómeno genera desarrollos desiguales, desequilibrios regionales y una pérdida de la autonomía territorial, lo cual debe ser motivo de alerta para todos.
Es paradójico que mientras se demande más descentralización política y administrativa, más haya concentración de poder en los centros urbanos metropolitanos. La explicación consiste en que se asiste a una “dictadura urbana” que comanda los modelos de ocupación territorial para sostener el gran desarrollo metropolitano. Es generalidad que los políticos de las ciudades de apoyo, municipios menores, concuerdan que hay que supeditarse a la inevitabilidad del fenómeno que, para el caso colombiano, puede ser un riesgo por la pérdida de la descentralización de los territorios y poner en jaque las democracias locales. No se trata de no hacer nada ante el discurso instituido de lo inevitable o simplemente ceder por conveniencia política como actualmente sucede. De lo que se trata es saber negociar los “procesos de integración, sin supeditación”. Lo que está sucediendo en la región metropolitana Bogotá-Cundinamarca es precisamente todo lo contrario: la configuración de una autoridad externa, esto es, un artefacto de poder regional (Haesbaert, 2019) sobre el desarrollo local de los municipios.
En jaque la descentralización política y administrativa de los municipios
Colombia requiere figuras jurídicas que propicien una integración territorial basada en el respeto y fortalecimiento de la descentralización administrativa y política. Es decir, que los municipios, mediante procesos democráticos internos, definan su ordenamiento territorial acorde con sus particularidades para atender necesidades y garantizar derechos humanos. Esta lucha por la descentralización no es nueva: ya estaba presente antes de la Constitución de 1991, que proclamó un Estado descentralizado como vía para mejorar la relación entre el Estado y la ciudadanía.
En este contexto, el proceso político local debe garantizar que sean los habitantes quienes decidan sobre su territorio, su futuro y su especialización. La teoría democrática afirma que profundizar la democracia conduce al bienestar social, en tanto las comunidades son quienes mejor perciben las contradicciones sociales (Sartori, 2003). Por ello, la elección de alcaldes y concejales es expresión de esta teoría, encarnada institucionalmente en la descentralización.
No obstante, desde el realismo político se reconoce que una vez juramentados, muchos representantes locales creen encarnar la democracia misma. Esta visión los lleva a tomar decisiones conforme a su conveniencia política y no a una coherencia ideológica. Por ejemplo, que un alcalde y un concejo municipal decidan entregar el control del territorio a una entidad supramunicipal, sin que ello haga parte de su plan de gobierno, constituye una irresponsabilidad política. Esa decisión debería corresponder a los siguientes mandatarios, si lo incluyen en sus propuestas.
Igualmente, es irresponsable comprometer recursos del municipio y de sus habitantes a largo plazo, por la búsqueda de recursos inmediatos para ejecutar un plan de desarrollo. Esto implica cargar a la población con nuevos impuestos y aceptar un ordenamiento territorial impuesto desde afuera. Así se configuran los desequilibrios espaciales, impulsados por conveniencias políticas.
El desequilibrio regional no sólo proviene del modelo económico capitalista, sino también de la enajenación del territorio a manos de élites locales que buscan escalar políticamente o acceder a espacios burocráticos supramunicipales.
La Ley Orgánica 2199 de 2022, que desarrolla el artículo 325 de la Constitución Política, establece el régimen especial de la Región Metropolitana Bogotá–Cundinamarca. Su artículo 14 señala que los lineamientos regionales para la ocupación del territorio tienen jerarquía superior en dicha jurisdicción. Los municipios que decidan asociarse deben ajustar sus planes de ordenamiento territorial (POT) a estos lineamientos. Esto les resta autonomía y contraviene la Ley 388 de 1997, especialmente en sus artículos 4 y 22, que reconocen la participación ciudadana como base para el desarrollo local. Además, los municipios deben adecuar sus planes de desarrollo a lo que disponga la región metropolitana, en temas como el acceso al agua (art. 16), banco de tierras (art. 10) y servicios públicos (art. 21).
Antes de la Ley 2199, el artículo 325 ya facultaba a Bogotá para conformar áreas o regiones metropolitanas con entidades territoriales vecinas. Sin embargo, la Ley 1625 de 2013 exigía consulta popular para constituir áreas metropolitanas. Con el Acto Legislativo 02 de 2020, se eliminó esa exigencia al sustituirse el término “área metropolitana” por “región”, debilitando la participación ciudadana.
Hoy, aunque se exige un cabildo abierto para que una entidad territorial se asocie a la región, ello no garantiza que el concejo municipal escuche a la comunidad. El arreglo político ya suele estar definido. Por tanto, esta forma de asociación carece de legitimidad democrática, pues la decisión debería surgir del voto popular y no de los intereses de unos pocos, y debería basarse en un debate técnico, social, cultural y ambiental serio.
En ese sentido, es fundamental que la asociación a una región metropolitana sea un asunto estructural, producto del consenso entre actores diversos, para lograr una gobernanza fundada y rigurosa.
Si bien es entendible que los dirigentes busquen recursos para ejecutar sus planes de desarrollo, esto no debe hacerse en detrimento de la autonomía territorial ni de la voluntad de los habitantes. Es común que gobiernos superiores presionen a los locales para aceptar ciertas disposiciones, a cambio de recursos. Muchos ceden ante esta presión, justificándose en la supuesta inevitabilidad del crecimiento de Bogotá y la escasez de recursos propios.
Captura espacial de los territorios
Bogotá necesita bienes y servicios para sostenerse como centro metropolitano. Para ello, recurre a la "captura espacial" de territorios fuera de su jurisdicción. Las ciudades globales tienen lo que se llama una "huella geográfica" (Rodríguez, 2013), de donde extraen recursos naturales y humanos. Esta huella sustenta su crecimiento, acumulación de materia y energía, ubicación de capital transnacional, servicios logísticos y flexibilidad normativa. Bogotá no puede lograr esto de forma autónoma; necesita a Cundinamarca, donde más se acentúa su poder.
La Región Metropolitana surge, entonces, como una necesidad logística, pero sin mecanismos de democracia directa. En este modelo, la democracia representativa se vuelve funcional a estructuras flexibles que delegan decisiones a un director sin continuidad territorial, diluyendo la representación y debilitando la participación ciudadana.
Esta región metropolitana podría ser una herramienta válida en democracias críticas, pero debe incluir mecanismos de participación directa, como lo establece la ley de áreas metropolitanas.
Por ello, los dirigentes que administran los presupuestos locales deben atender las preocupaciones de las comunidades provinciales. Nos encontramos ante una reestructuración territorial que, en lugar de profundizar la democracia descentralizada, refuerza una democracia delegataria con poder centralizado. No se puede reivindicar la elección de alcaldes y concejales mientras estos ceden el poder territorial a una jerarquía urbana tradicional, mediante un modelo regional flexible.
En definitiva, esto es incoherente desde la ética democrática. Si bien las incoherencias son parte del ejercicio del poder, como se evidencia en los cabildos y decisiones políticas, es necesario reconocerlas y debatirlas.
La captura espacial se da cuando un municipio pierde control sobre funciones como la vivienda, el transporte, el uso del suelo o los sistemas alimentarios. Aunque muchos municipios ya ejercLa captura espacial se da cuando un municipio pierde control sobre funciones como la vivienda, el transporte, el uso del suelo o los sistemas alimentarios. Aunque muchos municipios ya ejerc\u00en de forma limitada estas competencias, una organización supramunicipal también puede limitar su acción. En la práctica, la región metropolitana podría ser la principal beneficiada, al captar ingresos como el impuesto de delineación urbana, controlar centros de intercambio modal y gestionar la plusvalía.
Finalmente, Colombia sigue atrapada en la paradoja entre descentralización y concentración del poder. Pero con un agravante: se eligen autoridades sin verdadera capacidad de decisión sobre su territorio. Es urgente abrir el debate y proporcionar herramientas para que la sociedad decida si quiere o no pertenecer a este tipo de organización supramunicipal. Necesitamos más democracia directa y participativa para cumplir con el Estado Social de Derecho que consagra la Constitución de 1991. Si el pueblo se equivoca, que sea el mismo quien asuma el riesgo y lo supere con creatividad.