Métodos para identificar y combatir el ‘autosabotaje’
El perfeccionismo a veces puede llevarnos a ideas erroneas sobre nuestro progreso. Hay que dejar de pensar que solo hay dos opciones: o somos perfectos, o somos inútiles.
Se dice que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, un error que adjudicamos a menudo a la inconsciencia, a veces a la estupidez y ocasionalmente al masoquismo. Si bien son fenómenos aparentemente independientes, todos ellos están conectados entre sí por el noble arte del autosabotaje.
El estudiante brillante que saca los apuntes el día antes aspirando a una buena nota cuando podría sacar matrícula de honor, el enamorado que por miedo al compromiso aleja a la persona que despierta las mariposas de su estómago, el insomne y ansioso ciudadano que pospone ir al psicólogo hasta que su malestar es insostenible. Todos son presa del autosabotaje y, aunque es tentador mirarles por encima del hombro, lo cierto es que también nosotros hemos sido ellos y, tarde o temprano, lo volveremos a ser. La gran pregunta es qué nos impulsa a obstaculizar nuestro camino hacia la felicidad sin darnos cuenta.
Encontramos una hipótesis en el perfeccionismo, un rasgo de la personalidad caracterizado por criterios de desempeño excesivamente exigentes y una autoevaluación negativa cuando estos no se cumplen. Un joven que crece en un entorno demasiado exigente lucha incansablemente para alcanzar la utopía de la perfección. Durante la edad adulta, esa mentalidad de tiburón imperante en la sociedad refuerza ese perfeccionismo tóxico: le dicen que querer es poder, aunque su meta sea inaccesible. El resultado es un coctel de frustración y baja autoestima.
Durante la edad adulta, esa mentalidad de tiburón imperante en la sociedad refuerza ese perfeccionismo tóxico: le dicen que querer es poder, aunque su meta sea inaccesible.
Para gestionarlo podemos tomar dos caminos. O bien reducimos nuestra autoexigencia, o bien nos autosaboteamos para culpar a nuestro yo futuro por el fracaso y no a nuestro yo pasado por las expectativas desproporcionadas que nos impuso. Tendemos a escoger esta última alternativa porque la primera requiere trabajo psicológico, autocrítica y, sobre todo, apoyo social, algo que escasea en una sociedad que nos impone un ideal de éxito asociado a la perfección en todos los sentidos: la belleza, el rendimiento laboral, el éxito familiar o la plenitud emocional.
Progresivamente, el perfeccionismo muta en falta de autoestima. Nuestro pensamiento pasa a ser dicotómico; solo admite dos realidades. O somos perfectos o somos inútiles, y como la excelencia es una aspiración fuera de nuestro alcance, asumimos que la única opción válida para definirnos es el fracaso.
Si una persona se autoconvence de que su valor es nulo, actuará acorde a dicha creencia autosaboteándose. Nunca solicitará el ascenso, nunca luchará por el amor de su vida y nunca priorizará su bienestar psicológico. La única respuesta es la resignación porque cree que no merece el éxito, ya que solo conoce una versión idealizada de este.
Es entonces cuando necesitamos racionalizar la idea de éxito. Para lograrlo, una estrategia es hacer heterogéneo lo que antes era homogéneo. En otras palabras, fraccionar una meta en diferentes posibilidades, como si de un caleidoscopio se tratase. Todas serán igual de válidas, independientemente del esfuerzo que requieran o del reconocimiento que conlleven.
A la hora de aspirar a estas metas alternativas debemos desnudarnos de expectativas previas, ya que pueden conducirnos a una profecía autocumplida, un sesgo que nos hace anticipar el futuro antes de que ocurra, modificando nuestra conducta para que encaje con esa línea temporal predicha.
Por ejemplo, un alumno de bachillerato piensa que va a perder el examen de matemáticas porque durante toda su trayectoria educativa ha obtenido malas notas en dicha asignatura. Ante la convicción de un nuevo fracaso, se frustra. “El examen va a ser demasiado difícil”, piensa, “me voy a quedar en blanco”. Deja de estudiar porque asume la derrota y, por supuesto, el día del examen todos los ejercicios son un Everest insalvable. ¿Podría haber evitado esa calificación baja? Sí, sobre todo si encontrase un equilibrio entre el optimismo utópico —“puedo sacar un diez”— y el catastrofismo —“voy a sacar un cero”—.
En último lugar, pero no por ello menos importante, realizaremos un proceso atribucional. En él está la clave para superar la tendencia al autosabotaje. Cuando intentamos cumplir una meta nos encontramos, tarde o temprano, con una resolución. Quizá consiguió lo que se proponía, puede que fracase, o con gran seguridad habrá acabado en un punto intermedio entre ambos polos. ¿Quién es el responsable de dicha resolución? El proceso atribucional busca responder a esta pregunta.
Fritz Heider, psicólogo social, propuso en 1958 dos tipos de atribuciones: externas e internas. Cuando situamos la responsabilidad de nuestros actos en la suerte, los favores de los demás o el destino, estamos realizando una atribución externa. En cambio, cuando creemos firmemente que lo que hemos conseguido —sea bueno o sea malo— se debe a nuestro esfuerzo, nuestra actitud o nuestras habilidades, estamos realizando una atribución interna.
Lo ideal sería que este proceso atribucional fuese realista, pero una persona con tendencia al autosabotaje puede incurrir en dos graves errores. Cuando la responsabilidad del fracaso es externa porque su jefe es un dictador, porque el profesor ha hecho un examen desproporcionadamente difícil o porque su amor platónico se comporta como un villano de Disney, se culpabiliza. En cambio, cuando el fracaso surge de su comportamiento porque se olvidó de acudir a una reunión, porque no estudió para el examen o porque ha desaprovechado la oportunidad de conquistar al amor de su vida, la culpa pasa a ser de los demás.
Este sesgo o error de pensamiento nos ata al autosabotaje impidiéndonos avanzar. Para superarlo, necesitamos entender la cualidad multifactorial del fracaso. Los errores que cometemos, a veces preprogramados por nosotros mismos en un intento de sabotearnos, se ven influenciados por un sinfín de factores. ¿Quién le hizo pensar que debía aspirar a la perfección? ¿Cómo empezó a hundirse su autoestima? ¿Cuáles son las expectativas que lo conducen a la derrota? Respondiendo a estas preguntas comenzará a forjar un escudo contra el autosabotaje, un recurso más que necesario cuando se desate la guerra más común: la que sucede en nuestra propia mente.
Fuente: El tiempo